Ha muerto solo, en una España hostil, enemiga de la España en que vivió su juventud, adversaria de la España que soñó su generosidad.
Que otros maldigan a sus victimarios; que otros analicen y estudien su poesía.
Yo quiero recordarlo.
Lo conocí cantando canciones populares españolas, en 1937. Poseía voz de bajo, un poco cerril, un poco animal inocente: sonaba a campo, a eco grave repetido por los valles, a piedra cayendo en un barranco.
Tenía ojos oscuros de avellano, limpios, sin nada retorcido o intelectual; la boca, como las manos y el corazón, era grande y, como ellos, simple y jugosa, hecha de barro por unas manos puras y torpes; de mediana estatura, más bien robusto, era ágil, con la agilidad reposada de la sangre y los músculos, con la gravedad ágil de lo terrestre: se veía que era más prójimo de los potros serios y de los novillos melancólicos que de aquellos atormentados intelectuales compañeros suyos.
Llevaba la cabeza casi rapada y usaba pantalones de pana y alpargatas: parecía un soldado o un campesino.
En aquella sala de un hotel de Valencia, llena de humo, de vanidad y, también, de pasión verdadera, Miguel Hernández cantaba con su voz de bajo y su cantar era como si todos los árboles cantaran.
Como si un solo árbol, el árbol de una España naciente y milenaria, empezara a cantar de nuevo sus canciones.
Ni chopo, ni olivo, ni encina, ni manzano, ni naranjo, sino todos ellos juntos, fundidas sus savias, sus aromas y sus hojas en ese árbol de carne y voz.
Imposible recordarlo con palabras.
Más que en la memoria, “en el sabor del tiempo queda escrito”.
Octavio Paz.
Las peras del olmo -1957 -
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