Un ballet del despojo.
También de despojo del lenguaje.
Cada día se hace más verosímil en el mundo la visión de George Orwell cuando imaginó 1984.
En su momento, se pretendió que la profecía de Orwell se agotaba en un reality show.
Un Gran Hermano que mirara, que vigilara constantemente de día y de noche.
Pero Orwell pensaba más allá.
El Gran Hermano tenía más que ver con lo que revelaron mucho después Julian Assange, John Snowden, Hervé Falciani.
Es decir: la existencia de un poder extendido más allá de lo visible y confesado, más allá de lo publicado en los diarios, más allá de lo legal, que desplegara herramientas para mantener a la población bajo control.
Un control a su vez extendido mucho más allá de las acciones: un control que se infiltrara en los deseos, las ilusiones, los miedos personales.
Paralelamente a esas visiones, Orwell observó que la primera condición favorable a ese poder autoritario y degradante era la decadencia del lenguaje.
El objetivo de los sin sentidos del macrismo –productos del negacionismo sistemático de la crisis desatada por medidas macroeconómicas que tomaron ellos: niegan crisis ocupacional, niegan aumento de la pobreza, niegan censura, niegan hospitales sin insumos, etc.– es no tanto ya la construcción de un relato que hace agua por los cuatro costados, sino constituirse en un aparato de lenguaje que ocupe el lugar de los cuerpos, y del relato que surge de ellos, el que construyen los más débiles con sus lágrimas, su transpiración, sus flujos y su sangre.
En todo régimen autoritario el lenguaje ocupa el lugar de los cuerpos.
La intención es que el lenguaje del poder lo cubra todo, no importa la forma que adopte, si más tonta o menos tonta.
El Pro no parece preocupado por parecer inteligente.
Su lenguaje negacionista está destinado a acallar las voces reales que salen de los cuerpos reales tanto de ciudadanos como de dirigentes que puedan antagonizar con él.
(Fragmento.)
Sandra Russo
(Fragmento.)
Sandra Russo
No hay comentarios.:
Publicar un comentario