El contraste entre la vida ordinaria que la sociedad impone y el drama de una vida que se apaga se manifiesta en la soledad de Iván Ilich. Gracias a la recreación de este sentimiento relatado por Tolstoi es posible comprender la trampa que suele constituir el rejuego de la vida y de la muerte.
El miedo a la muerte no es sino una proyección del deseo de vivir y suele encerrar la trágica paradoja de que, en tanto cercena los impulsos de la vida, se dejan de asumir los riesgos que ésta incluye. De esta forma, al protegernos de la muerte imposibilitamos el desarrollo de la vida. En esta paradoja, la sociedad y los estereotipos culturales favorecen el adormecimiento de la vida. En la sociedad es muy fácil protegerse, al menos en apariencia, de los peligros de la vida, pero esa protección tiene un costo: la vitalidad cede ante los parámetros y convencionalismos sociales. Soren Kierkegaard y Friedrich Nietzsche coincidieron en este punto. Para ambos existe un peligro mayor que el de la muerte: la pérdida del yo por miedo a la vida o, en otras palabras, por la comodidad que produce ser uno más en la sociedad.
Kierkegaard, en La enfermedad mortal, lo expresa de la siguiente manera: “Todo ser humano en su estructura primitiva está natural y cuidadosamente dispuesto para ser un yo, por lo que no debe, de ninguna manera, renunciar a ser sí mismo por miedo a los hombres. Sin embargo, con tanto mirar a la muchedumbre de los hombres en torno suyo, con tanto ajetreo en toda clase de negocios mundanos, con tanto afán por llegar a ser prudente en el conocimiento de la marcha de todas las cosas en el mundo, el yo va olvidándose de sí mismo, sin atreverse ya a tener fe en sí mismo, pues es infinitamente mucho más fácil y seguro ser como los demás, es decir, un mono de imitación, un número en medio de la multitud.”
Nietzsche insiste en esta misma idea a lo largo de su obra. En Schopenhauer como educador, afirma lo siguiente: “En el fondo todo hombre sabe muy bien que sólo está una vez, en cuanto ejemplar único, sobre la Tierra. Lo sabe, pero lo esconde, como si se tratara de un remordimiento de conciencia. ¿Por qué? Por miedo al vecino, que exige el convencionalismo y se oculta tras él. Pero ¿qué es lo que lleva al individuo a temer a su vecino, a pensar y obrar con el rebaño y a no estar contento de sí mismo? En algunos, pocos y raros, tal vez el pudor. En los más, la comodidad, la inercia, en una palabra, la tendencia a la pereza”.
En el ámbito literario, Saint-Exupéry retoma muchas veces esta misma idea; baste recordar el siguiente pasaje de Tierra de hombres: “Viejo burócrata, has construido tu paz a fuerza de bloquear con cemento, como lo hacen las termitas, todas las salidas hacia la luz. Has rodado como una bola en tu seguridad burguesa; en tus rutinas, en los ritos asfixiantes de tu vida provinciana, has alzado esa humilde muralla contra los vientos y las mareas y las estrellas. No quieres inquietarte con los graves problemas, bastante trabajo has tenido con olvidar tu condición de hombre. No eres el habitante de un planeta errante, no planteas preguntas sin respuesta. Nadie te ha sacudido por los hombros cuando aún era tiempo. Ahora la arcilla con la cual estás hecho se ha secado y endurecido y nada en ti podría, en adelante, despertar al músico dormido, o al poeta, o al astrónomo que quizá te habitaban al principio”.
La muerte de Iván Ilich está en la misma línea reflexiva. Tolstoi relata la vida de Iván Ilich como muy afianzada en los estereotipos sociales: la profesión, los éxitos laborales, el status social que ha adquirido, la influencia que ha logrado, el ajetreo diario de un hombre citadino en la Rusia decimonónica. Pero la aparente seguridad ante la vida encierra un contrasentido. En un primer momento, a Iván Ilich le aterroriza la posibilidad de la muerte, sobre todo porque se siente cómodamente instalado en la vida: “El ejemplo del silogismo que había aprendido en la lógica de Kiseveter: ‘Cayo es un hombre; los hombres son mortales. Por tanto, Cayo es mortal’, le parecía aplicable solamente a Cayo, pero de ningún modo a sí mismo. Cayo era un hombre como todos, y eso era perfectamente justo; pero él no era Cayo, no era un hombre como todos, sino que siempre había sido completamente distinto de los demás”.
Su estilo de vida constituye un bien preciado del que la muerte puede despojarlo súbitamente, pero es confrontado por la enfermedad y la proximidad de la muerte. En los pocos meses que transcurren desde los primeros síntomas de la enfermedad hasta su fallecimiento, Iván Ilich va cobrando conciencia del sinsentido de su vida, se va gestando paulatinamente en él una transformación, de tal suerte que hacia el final de su enfermedad lo que le angustia de la muerte ya no es la pérdida de sus éxitos y sus comodidades, sino el vacío de su propia vida; se siente incapaz de morir sin haber vivido, no quiere morir teniendo una fuerte deuda con la vida. “Luchaba por volver a sus ideas de antes, aquellas ideas que le ocultaban la de la muerte. Pero cosa rara: lo que antes velaba, ocultaba y destruía la conciencia de la muerte no producía ahora el mismo efecto.”
Finalmente comprende que aquellas cosas que no quería perder habían constituido durante gran parte de su existencia el medio para perder su vida. Paradójicamente, lo que constituía su seguridad ante la vida había sido su ruina. El último día de su vida, Iván acepta su situación: “Su carrera, su modo de vivir, su familia y aquellos intereses de la sociedad y del servicio, todo podía haber sido distinto de lo que debía ser. Trató de defender todo aquello ante sí mismo. Súbitamente, se dio cuenta de la inconsistencia de lo que defendía; y ya no quedó nada por defender”.
La novela concluye con dos párrafos que en una primera lectura parecen desconcertantes. “‘¿Y el dolor?’, se preguntó. ‘¿Qué hago con él? ¿Dónde estás, dolor?’.” Minutos después, en los últimos instantes de su vida, se dice: “Ha terminado la muerte. Ya no existe”. Lo que hasta un día antes había atormentado a Iván desapareció súbitamente. La misma narración nos muestra dos motivos detrás del acontecimiento. El primero tiene que ver con la clara conciencia y aceptación de que los parámetros que habían guiado la vida de Iván eran equivocados. En este sentido, el miedo a la muerte como sujeción a esos parámetros ya no tenía cabida, y entonces tampoco tenía ya sentido el miedo a la muerte que lo atormentaba. El segundo motivo y tal vez el más fuerte es la conciencia de que aún hay tiempo de corregir; la convicción de que aún es posible hacer algo por los demás, al menos para no causarles daño y liberarlos de los sufrimientos que su situación les provoca. En ambos sentidos, los últimos pensamientos de Iván atestiguan la convicción de Tolstoi de que la muerte que se teme es la misma muerte que impide la vida y la convierte en vacío.
* Extractado de “La experiencia literaria de la muerte. En torno de La muerte de Iván Ilich de León Tolstoi”, cuya versión completa puede leerse en http://www.luis guerreromartinez.com
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