Al hombre del mameluco,
al que inventó la alegría,
al de las manos de fierro,
al de la cara blandita,
le descubrí su secreto,
le vi que lloraba un día,
vi que sudaba de bueno
y de bueno no comía.
El hombre del mameluco
pide la yerba que alivia.
La encontrará si la busca,
rebelde y recién nacida,
en la almohada de su hijo,
en el tierno mediodía,
en la página olvidada:
¡mi tierra vale mi vida!
Son muchas camisas blancas
que avanzan por la avenida,
llevando un mundo de piedras
como cerro que camina.
Y el cerro quiere crecer,
se le suman las camisas
y se le suman las ansias
de la América Latina.
Y de pronto, lo esperado:
algo azul trepa la cima.
Son todos los mamelucos
que corren como la brisa,
y salen de todas partes
y se acaba la mentira
y van o mueren cantando,
cada cual tasa su vida.
Y que se mueran los lobos,
los que siempre se decían:
«El peso lo arregla todo».
¡Que se mueran, que se mueran!
Los que mataban sin culpas
al chico de la camisa
y exprimían al obrero
dejándolo seco en vida..
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