Hyuro utilizó la pared como un espejo en el que buscarse constantemente y es, en este proceso infinito, en el que su pintura destilaba el eco de esa conversación.
Al acercarnos a su trabajo, experimentamos la atracción de quien encuentra una ventana abierta.
Hyuro nos hace este regalo con cada pared que pintó, permitiéndonos conocer un poco más de ella pero, sobre todo, un poco más de nosotros mismos.
En este ejercicio de reconocimiento, nos enfrentamos con la evidencia de que lo salvaje es un estado primario en el que todos somos iguales. Las personas que vemos en sus paredes no son nadie y somos cada uno de nosotros… las mujeres, los lobos, los niños, los enamorados…. los otros. Sí, los otros.
Hyuro no pintó en la calle. Habló con la calle.
Y lo hizo con tanto respeto y cariño que somos los demás los que, al acercarnos, pintamos las paredes que ella tan solo susurró.
Tamara Djurovic se ha ido. Se la llevó el destino.
Tamara Djurovic se ha ido. Pero suerte la nuestra que Hyuro sigue aquí, con nosotras… en cada pintura, en cada ladrillo, en cada una de todas las historias que sus pinceles lograron desvelar.
Fuente:Resumen Latinoamericano
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