Cruzando el desierto, un viajero vio a un árabe muy pensativo sentado al pie de una palmera. A poca distancia reposaban sus caballos, pesadamente cargados, por lo que el viajero comprendió que se trataba de un mercader de objetos de valor, que iba a vender sus joyas, perfumes y tapices a alguna ciudad vecina.
Como hacía mucho tiempo que no conversaba con alguien, se aproximó al pensativo mercader diciéndole:
¡Salud! Buen amigo. Parecéis muy preocupado. ¿Puedo acaso ayudaros en algo?
¡Ay! Respondió el árabe con tristeza. Estoy muy afligido porque acabo de perder la más preciosa de las joyas.
¡Bah! Replico el otro. La pérdida de una joya no debe ser gran cosa para vos, que lleváis tantos tesoros sobre vuestros caballos, y os será muy fácil reponerla.
¡Reponerla! … ¡Reponerla! exclamó el árabe. Bien se ve que no conocéis el valor de mi pérdida.
¿Qué joya era, pues? Preguntó el viajero.
Era una joya, le respondió el interlocutor como no volverá a verse otra. Estaba tallada en un pedazo de piedra de la vida y había sido hecha en el taller del tiempo. Adornábanla veinticuatro brillantes, alrededor de cada uno de los cuales se agrupaban sesenta más pequeños. Ya veis como tengo razón al decir que joya igual no podrá reproducirse jamás.
A fe mía, dijo el viajero, vuestra joya debía ser preciosa. Pero ¿no creéis que con mucho dinero pueda hacerse otra análoga?
La joya perdida, respondió el árabe, volviendo a quedar pensativo, era un día y un día
que se pierde no vuelve a recuperarse jamás.
Rabindranath Tagore.

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