En la primavera de 1979, el arzobispo de El Salvador, Óscar Arnulfo Romero, viajó al Vaticano. Pidió, rogó, mendigó una audiencia con el papa Juan Pablo II:
—Espere su turno.
—No se sabe.
—Vuelva mañana.
Por fin, poniéndose en la fila de los fieles que esperaban la bendición, uno más entre todos, Romero sorprendió a Su Santidad y pudo robarle unos minutos.
Intentó entregarle un voluminoso informe, fotos, testimonios, pero el Papa se lo devolvió:
—¡Yo no tengo tiempo para leer tanta cosa!
Y Romero balbuceó que miles de salvadoreños habían sido torturados y asesinados por el poder militar, entre ellos muchos católicos y cinco sacerdotes, y que ayer nomás, en vísperas de esta audiencia, el ejército había acribillado a veinticinco ante las puertas de la catedral.
El jefe de la Iglesia lo paró en seco:
—¡No exagere, señor arzobispo!
Poco más duró el encuentro.
El heredero de san Pedro exigió, mandó, ordenó:
—¡Ustedes deben entenderse con el gobierno! ¡Un buen cristiano no crea problemas a la autoridad! ¡La Iglesia quiere paz y armonía!
Diez meses después, el arzobispo Romero cayó fulminado en una parroquia de San Salvador. La bala lo volteó en plena misa, cuando estaba alzando la hostia.
Desde Roma, el Sumo Pontífice condenó el crimen.
Se olvidó de condenar a los criminales.
Años después, en el parque Cuscatlán, un muro infinitamente largo recuerda a las víctimas civiles de la guerra. Son miles y miles de nombres grabados, en blanco, sobre mármol negro. El nombre del arzobispo Romero es el único que está gastadito.
Gastadito por los dedos de la gente.
Eduardo Galeano.
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