La
pandemia evidenció situaciones que algunas personas ignoraban,
otras
presentían y una minoría cotizaba mensualmente,
cobrando las
internaciones.
Impúdicamente,
en estos días las cámaras de TV exhibieron
a ancianos en camillas
partiendo de los geriátricos;
eso constituyó un paisaje novedoso,
inesperado y patético
que emergió en la superficie de la cotidianeidad.
Fue
la noticia que incorporó una nota sensible
en el ánimo de quienes
tienen padre y madre;
imágenes que repicaron mentalmente en el futuro
de
quienes observaban la escena
¿Tendrían que enviar al viejo del grupo
familiar
a una “residencia”?
¿Cuánto costaría mensualmente ese nuevo
destino?
El
desfile de los ancianos en camillas y, al mismo tiempo,
el pensamiento
acerca de la sangría en la economía
de quienes los amaban, sacudió los
ánimos por partida doble.
El amor por los viejos no es lo que nuestras sociedades practican;
está muy alejado de la gerousia espartana,
que ponía el poder
en manos de personas mayores de sesenta años,
en
cuya sabiduría se confiaba.
Menos aún se asemeja al Senado romano, el senatus, que,
etimológicamente, quiere decir “asamblea de ancianos”,
compuesto
específicamente por varones porque,
según la creencia popular, de ellos
manaba
la sabiduría (a las mujeres mayores raramente
se les reconocía el
talento).
La
inesperada presencia de los viejos –a los que la idiotez
culposa de los
adultos inventó una identidad falsa,
denominando “abuelos” a mujeres y
hombres viejos
y mayores, muchos de los cuales nunca soñaron
con tener
nietos– requirió convertirlos en protagonistas
de cuentos para niños con
abuelitos y abuelitas.
Esa denominación “cariñosa” encubre la
denigración
que implica deformar la identidad de los ancianos o
ancianas,
y los incorpora artificialmente como miembros
de una familia
que no necesariamente los respeta.
Ahora,
en desfile callejero, la comunidad ha podido verlos
en la plenitud de
su vulnerabilidad, lejos, distantes
y sin contacto alguno con sus hijos.
Las
escenas permitieron adivinar los perfiles de los ancianos
bajo las
mantas, acompañándose entre sí,
emigrando de un caserón en el que
convivían
con quienes no eligieron, clasificados como “gerontes”,
una
palabra que deriva del griego asociada con la Gerontología,
disciplina
que “se ocupa de los caracteres biológicos de la vejez,
sus problemas y
etcétera”.
Los “etcétera” actualmente significan “personas de alto
riesgo”
descubiertas por casualidad, porque los virus anidaban en ellas,
introducidos por “el personal” del geriátrico.
Se los incluyó en una
categoría a la que había que preservar
y eso constituyó un alerta
general: segregados para ser cuidados,
se recomendó a los adultos que no
se acercaran a los viejos
porque podían contagiarlos fácilmente,
ya que
“después de los 60 deben haber sufrido varias enfermedades
y por lo
tanto son sujetos débiles, ‘fané y descangallados’”.
Es más fácil que se
contagien el virus y desordenen
de ese modo las estadísticas,
muriéndose aceleradamente.
Sería prudente preservarlos, dejándoles la
comida
en el umbral de sus casas, sin tocarlos, para que,
sobreviviendo,
continúen en la amena existencia
que los adultos les preparamos en los
geriátricos.
Estas recomendaciones han sido muy bienvenidas,
evaluadas
como prueba de una responsabilidad ciudadana
que decidió cuidar a
nuestros mayores,
repitiéndole a la comunidad algo certero: no había
que
autorizarlos a salir de sus casas.
Pero
he aquí que las estadísticas comenzaron a escupir cifras
que no partían
de los domicilios de los viejos, sino
de las residencias, focos de
infección, y los contagiados
se contabilizaron de manera preocupante.
Lo
temido se produjo.
Los mayores se contagiaban mucho más de lo calculado
y los geriátricos mostraron sus deficiencias
¿Serían los “de afuera”,
los que trabajaban
en la residencia, las visitas?
Los picos semanales de
la pandemia partían
de esas comunidades de viejos que se enfermaban.
¿Entonces? ¿Tampoco el geriátrico era seguro para
el bienestar de los
ancianos? Se infectaban unos a otros
y fue imprescindible que los
ejércitos del SAME
operaran velozmente, montando aquel desfile
y la
barricada de familiares que, desde la calle, clamaban
por la
responsabilidad de los dueños de ese lugar.
Todo
sucedió para proteger a las personas mayores.
Una protección que los
abrumó con limitaciones
y prohibiciones dignas de ser aplicadas a niños
traviesos.
Si no hay pandemia, los viejos no cotizan
Cuando no hay pandemia, ¿cómo trata la sociedad a “los abuelos”?
Es
una pregunta antipática que resulta incómoda
y que se escamotea para
evitar pensar en ella.
Incluso Freud (1915) se ocupó de desconfiar de
las posibilidades
de los ancianos como pacientes de su psicoanálisis,
tesis que muchos hemos destituido de sus enseñanzas,
psicoanalizando a
personas mayores (¿de 60 años o quizás de 80?
¿Son edades
equivalentes?).
Los
viejos y quienes no lo son configuran
una dupla inequívoca.
En
determinado momento, alguien es incorporado
a la categoría de quien
“está muy mayor”
y, paulatinamente, es inscripto en el rubro de los
viejos
que –gracias a los buenos modales
de algunos otros– se denomina
“anciano”.
Durante
ese tránsito, la persona muy mayor comienza
a sentir la misericordia de
quien arriesga tolerarle
alguna equivocación en sus recuerdos,
pero
comienza a reconocerse a sí mismo como “estando viejo”.
Es el momento en
que la sociedad empieza a tratarlo
con desdén, con malos modales,
burlándose de él,
gritándole y faltándole el respeto.
Porque los viejos
ya no son Los Ancianos de la Tribu
a quienes se consultaba en tiempos de
guerra y de paz.
Sobre todo, comienzan a ridiculizarlo y decretan
que
el viejo está blandengue, que padece miedos ancestrales
y ridículos, que
no comprende los hechos de cada día
y que está irremediablemente
perdido
para convivir con gente inteligente.
De este modo, la vejez
ingresa en el territorio
de los prejuicios que los otros construyen,
aterrorizados, al comprender que no podrán detener
el deterioro físico
de la ancianidad.
No obstante, ella mantiene la lucidez, la sensibilidad
y el feroz e ingenuo orgullo de pretender
una autonomía que no logra
sostener.
Quizás
los viejos nunca imaginaron que generarían
tanta pavura por ser
candidatos a contagiarse y a morir.
Eso de contemplarse habiendo sido
promovidos
como espectáculo representa un nuevo aprendizaje
para quienes
están empezando a ser gente mayor,
antes de saludar al barquero que los
trasladará a la otra orilla.
Eva Giberti.
Eva Giberti.
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