23/6/20

" La exhibición en la cuarentena." Por Eva Giberti.

La pandemia evidenció situaciones que algunas personas ignoraban,
 otras presentían y una minoría cotizaba mensualmente,
 cobrando las internaciones.
Impúdicamente, en estos días las cámaras de TV exhibieron
 a ancianos en camillas partiendo de los geriátricos;
 eso constituyó un paisaje novedoso, inesperado y patético
 que emergió en la superficie de la cotidianeidad.


Fue la noticia que incorporó una nota sensible
 en el ánimo de quienes tienen padre y madre;
 imágenes que repicaron mentalmente en el futuro
 de quienes observaban la escena
 ¿Tendrían que enviar al viejo del grupo familiar
 a una “residencia”?
 ¿Cuánto costaría mensualmente ese nuevo destino?
El desfile de los ancianos en camillas y, al mismo tiempo, 
el pensamiento acerca de la sangría en la economía 
de quienes los amaban, sacudió los ánimos por partida doble.
El amor por los viejos no es lo que nuestras sociedades practican;
 está muy alejado de la gerousia espartana, que ponía el poder
 en manos de personas mayores de sesenta años,
 en cuya sabiduría se confiaba.
 Menos aún se asemeja al Senado romano, el senatus, que,
 etimológicamente, quiere decir “asamblea de ancianos”,
 compuesto específicamente por varones porque,
 según la creencia popular, de ellos manaba
 la sabiduría (a las mujeres mayores raramente
 se les reconocía el talento).
La inesperada presencia de los viejos –a los que la idiotez 
culposa de los adultos inventó una identidad falsa, 
denominando “abuelos” a mujeres y hombres viejos
 y mayores, muchos de los cuales nunca soñaron
 con tener nietos– requirió convertirlos en protagonistas 
de cuentos para niños con abuelitos y abuelitas.
 Esa denominación “cariñosa” encubre la denigración
 que implica deformar la identidad de los ancianos o ancianas,
 y los incorpora artificialmente como miembros
 de una familia que no necesariamente los respeta.
Ahora, en desfile callejero, la comunidad ha podido verlos 
en la plenitud de su vulnerabilidad, lejos, distantes 
y sin contacto alguno con sus hijos.
Las escenas permitieron adivinar los perfiles de los ancianos 
bajo las mantas, acompañándose entre sí,
 emigrando de un caserón en el que convivían
 con quienes no eligieron, clasificados como “gerontes”,
 una palabra que deriva del griego asociada con la Gerontología,
 disciplina que “se ocupa de los caracteres biológicos de la vejez, 
sus problemas y etcétera”.
 Los “etcétera” actualmente significan “personas de alto riesgo”
 descubiertas por casualidad, porque los virus anidaban en ellas,
 introducidos por “el personal” del geriátrico.
 Se los incluyó en una categoría a la que había que preservar 
y eso constituyó un alerta general: segregados para ser cuidados, 
se recomendó a los adultos que no se acercaran a los viejos
porque podían contagiarlos fácilmente,
 ya que “después de los 60 deben haber sufrido varias enfermedades 
y por lo tanto son sujetos débiles, ‘fané y descangallados’”. 
Es más fácil que se contagien el virus y desordenen
 de ese modo las estadísticas, muriéndose aceleradamente.
 Sería prudente preservarlos, dejándoles la comida
 en el umbral de sus casas, sin tocarlos, para que,
 sobreviviendo, continúen en la amena existencia
 que los adultos les preparamos en los geriátricos.
 Estas recomendaciones han sido muy bienvenidas,
 evaluadas como prueba de una responsabilidad ciudadana 
que decidió cuidar a nuestros mayores, 
repitiéndole a la comunidad algo certero: no había
 que autorizarlos a salir de sus casas.
Pero he aquí que las estadísticas comenzaron a escupir cifras
 que no partían de los domicilios de los viejos, sino
 de las residencias, focos de infección, y los contagiados 
se contabilizaron de manera preocupante.
 Lo temido se produjo.
 Los mayores se contagiaban mucho más de lo calculado
 y los geriátricos mostraron sus deficiencias 
¿Serían los “de afuera”, los que trabajaban 
en la residencia, las visitas?
 Los picos semanales de la pandemia partían
 de esas comunidades de viejos que se enfermaban. 
¿Entonces? ¿Tampoco el geriátrico era seguro para
 el bienestar de los ancianos? Se infectaban unos a otros
 y fue imprescindible que los ejércitos del SAME 
operaran velozmente, montando aquel desfile
 y la barricada de familiares que, desde la calle, clamaban
por la responsabilidad de los dueños de ese lugar.
Todo sucedió para proteger a las personas mayores. 
Una protección que los abrumó con limitaciones
 y prohibiciones dignas de ser aplicadas a niños traviesos.
Si no hay pandemia, los viejos no cotizan
Cuando no hay pandemia, ¿cómo trata la sociedad a “los abuelos”?
Es una pregunta antipática que resulta incómoda
 y que se escamotea para evitar pensar en ella. 
Incluso Freud (1915) se ocupó de desconfiar de las posibilidades 
de los ancianos como pacientes de su psicoanálisis, 
 tesis que muchos hemos destituido de sus enseñanzas, 
psicoanalizando a personas mayores (¿de 60 años o quizás de 80?
 ¿Son edades equivalentes?).
Los viejos y quienes no lo son configuran 
una dupla inequívoca. 
En determinado momento, alguien es incorporado
 a la categoría de quien “está muy mayor”
 y, paulatinamente, es inscripto en el rubro de los viejos
 que –gracias a los buenos modales 
de algunos otros– se denomina “anciano”.
Durante ese tránsito, la persona muy mayor comienza 
a sentir la misericordia de quien arriesga tolerarle
alguna equivocación en sus recuerdos, 
pero comienza a reconocerse a sí mismo como “estando viejo”.
 Es el momento en que la sociedad empieza a tratarlo
 con desdén, con malos modales, burlándose de él,
 gritándole y faltándole el respeto. 
Porque los viejos ya no son Los Ancianos de la Tribu 
a quienes se consultaba en tiempos de guerra y de paz.
 Sobre todo, comienzan a ridiculizarlo y decretan
 que el viejo está blandengue, que padece miedos ancestrales 
y ridículos, que no comprende los hechos de cada día
 y que está irremediablemente perdido
 para convivir con gente inteligente. 
De este modo, la vejez ingresa en el territorio
 de los prejuicios que los otros construyen, 
aterrorizados, al comprender que no podrán detener
 el deterioro físico de la ancianidad. 
No obstante, ella mantiene la lucidez, la sensibilidad
 y el feroz e ingenuo orgullo de pretender 
una autonomía que no logra sostener.
Quizás los viejos nunca imaginaron que generarían
 tanta pavura por ser candidatos a contagiarse y a morir. 
Eso de contemplarse habiendo sido promovidos 
como espectáculo representa un nuevo aprendizaje 
para quienes están empezando a ser gente mayor, 
antes de saludar al barquero que los trasladará a la otra orilla.
  Eva Giberti.

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