Rescatar la memoria.

Rescatar la memoria.

16/7/18

"Juan Ramón o la República viva en la poesía".Roberto Méndez Martínez- La Jiribilla



Hace unos pocos años y de ese modo gratuito en que se viven las pesadillas, me vi entrando al monumental templo del Valle de los Caídos, durante un otoño madrileño.
En realidad éramos una pequeña excursión de latinoamericanos que deseábamos visitar El Escorial y Toledo, pero la agencia turística incluyó de manera obligatoria aquella escala previa.
 Alguien me había deslizado ya al oído: «Lo hacen porque ya nadie quiere venir y tratan de promoverlo como sea».
 No hay que olvidar que vivíamos en los días fúnebres de Aznar.
 Ciertamente aquello era la imagen de la soledad, de una soledad ominosa y envenenada. 
Aquel templo excavado en la roca, al precio de demasiadas vidas, tenía, si acaso, la horrible majestuosidad de las cámaras funerarias egipcias.
¿Cómo era posible que en cada uno de los altares se honrara a los santos patronos de las armas españolas, en franco olvido de aquella frase del Maestro: «todos los que tomaren espada, a espada perecerán»?
 ¿Cómo podían pedir perdón al cielo en aquella capilla expiatoria, dando al olvido los miles de fusilados, exiliados, silenciados, la razón perseguida, los hogares deshechos?
 Para colmo, alguien había querido aliviar el mortuorio color pardo de aquellos muros, colocando a tramos unos tapices flamencos de la época de Felipe II que representaban nada menos que las plagas que vendrían sobre el mundo en el Apocalipsis: la lluvia de sangre, la hambruna, la degollación de los justos.
Justo eso había sido la Guerra civil.
 Entonces descubrí una gota de agua que caía con irritante continuidad desde el techo al centro de la nave. 
Habían procurado reducir su efecto con un tosco balde que ya iba siendo devorado por el óxido. Los que intentaban perpetuar aquel monumento al rencor y a la muerte,
 nada podían hacer para contener una gota de agua, rebelde, desafiante, que todo lo horadaba. Nunca me pareció una gota de agua más elocuente: la España honda, natural y entrañable, con su secreto manar desde las raíces de la roca, iba ganando la partida a la «España que pasó y no ha sido» de que nos hablara Antonio Machado.
Siempre me ha complacido pensar que, en contra de toda apariencia, cuando triunfó la sublevación franquista, la República no murió, simplemente se hizo transparente y se la llevaron en brazos los intelectuales por el mundo, donde mejor luz pudiera dar. Hay derrotas que son grandes triunfos.
Baste con pensar en la última agonía de Unamuno, cercada su habitación por los bárbaros que él desmintiera en el Aula Magna salmantina cuando dieron vivas a la muerte.
 Aquel vasco, erudito, polémico y tozudo, que había sido un fuerte crítico de la República, sabía sin embargo el peligro de aquellos esperpentos goyescos y quiso morir como había vivido, en agonía, para que jamás faltaran la razón y la poesía de su patria. 
Mientras tanto, Antonio Machado cruzaba la frontera con Francia, helado dentro de su viejo chaquetón, marcado ya por un morirse que era nostalgia de su infantil Sevilla y su eterna Soria, mientras murmuraba los versos terribles:
 «La guerra dio al amor el tajo fuerte./
 Y es la total angustia de la muerte,/
 con la sombra infecunda de la llama»

El régimen del Caudillo que privilegió en sus ejecuciones a los maestros, quiso para su Patria fingida una cultura de la vacuidad: se fabricó una España de glorias coloniales, con el fanatismo de los Reyes Católicos y un Quijote leído en clave reaccionaria —¿cómo lo pudieron lograr, desheredado Cervantes?
 Se multiplicaron los pintores de manzanilla, panderetas y chulapas, los filmes cortados a la medida de las cupletistas —¿quién no recuerda Nobleza baturra Violetas imperiales?
 El rancio clasicismo de José María Pemán hizo academia.
 Mas la herencia de la España viva estaba a salvo.
 Ser un defensor de la República, a partir de 1937, era una actitud de vanguardia, que se resistía a cualquier clasificación estrecha 
 Era ser antifascista, humanista, universal.

La defensa de la España nueva preparó los Frentes unidos de la Guerra mundial que se avecinaba, sustrajo a lo mejor de la intelectualidad de ciertas capillas dogmáticas y alentó mucha de la mejor creación artística de esos años, a la vez que hizo más lúcida la reflexión política.
Lo más valioso de este movimiento fue su pluralidad.
 En París, Picasso encuentra su verdad entre los caballos desventrados de Guernica, como el otro Pablo, el excepcional cellista Casals, que se niega a tocar en su patria mientras viva el tirano, invita a sus amigos del mundo a la localidad francesa de Prades para hacer música de cámara, y en aquellos festivales había una gran verdad: tocar una sonata de Beethoven o un cuarteto de Schubert con dignidad puede hacer caer las estrellas del cielo.

Mas fue en los poetas en quienes encarnó con más fuerza el símbolo de la resistencia. Es lógico que en primer término pensemos en Federico García Lorca, ese que, vivo, fue el plenipotenciario por excelencia de la cultura de su tierra, el que dio voz a los más grandes silenciados: al gitano, a la mujer, al niño y cuando quisieron silenciario a él mismo en una fosa común, se convirtió en el mayor símbolo de la resistencia ibérica, como lo vio mi coterráneo Nicolás Guillén en ese tributo desesperado que es España: un poema en cuatro angustias y una esperanza, el poeta asesinado se alza de su tumba anónima para marchar con los suyos:
Alzóse Federico, en luz bañado.
Federico, Granada y Primavera.
Y con luna y clavel y nardo y cera,
Los siguió por el monte perfumado.
La voz del cantor del Romancero iba a multiplicarse en muchos poetas, 
en muchas poéticas, de talante diverso, de cuna distinta, pero siempre con esa clarísima resistencia del arte que saca a la luz de las plazas las maquinaciones de los poderes torcidos y cura con el cauterio de la luz las llagas que pone la sombra: voces de Luis Cernuda y de Manuel Altolaguirre, de Emilio Prados, de Rafael Alberti y de León Felipe.
 Mas no era, siquiera, un asunto de españoles, los grandes de la palabra eran delegados de la República en el mundo.
 Especialmente las voces de América, aquellas que sustraídas de la hispanidad colonizada, descubrían lo español eterno, ¿cómo explicar si no que el más grande de los libros sobre la Guerra Civil no lo firmara alguien nacido en Aragón, ni en las Vascongadas, sino en el Perú de los indígenas, que fuera el cholo César Vallejo, quien concibiera España, aparta de mí este cáliz y dejara a favor de los republicanos estas páginas, más poderosas que dos escuadrones de voluntarios?
Los mendigos pelean por España,
Mendigando en París, en Roma, en Praga
y refrendando así, con mano gótica, rogante,
los pies de los Apóstoles, en Londres, en New York, en Méjico.
Los pordioseros luchan suplicando infernalmente
a Dios por Santander,
la lid en que ya nadie es derrotado.
Al sufrimiento antiguo
danse, encarnízanse en llorar plomo social
al pie del individuo,
y atacan a gemidos, los mendigos,
matando con tan solo ser mendigos.
Cuba, como México o la propia Venezuela, estuvo entre las tierras americanas que acogieron a los intelectuales del éxodo. 
Acá, a la isla del Caribe, llegó Juan Ramón Jiménez en noviembre de 1936.
 Con todas sus fuerzas había procurado cumplir en Estados Unidos la misión que le diera el presidente Azaña: en vano pidió al gobierno de Washington que mediara para impedir la agresión a la República, inútilmente alertó a los reporteros y a los políticos de la proximidad de una guerra mundial.
 Simplemente los medios de comunicación lo ignoraron. Y aquel hombre al que muchos colegas acusaban de áspero y egoísta, el hipersensible que necesitaba escribir en el mayor aislamiento, volcó sus energías en pro de la verdad y la cultura.
 En La Habana replicó al director del Diario de la Marina con motivo de la publicación de un artículo de Manuel Aznar, en que se le cuenta entre los «fugitivos de la España roja» para descalificarlo. Allí declara con ese modo tajante tan suyo: «Me interesa añadir que mi amor por el auténtico pueblo español, por la auténtica democracia española, sigue en el mismo punto en que siempre estuvo. Yo he sido siempre libremente leal a la democracia y a mí mismo, y respeto, hoy como siempre también, toda verdadera lealtad».
 Entrevistado por Eduardo Chibás en mayo de 1937 para la revista Bohemia declaró con equilibrio y energía parejos:

«Siempre estaré conmigo y con la democracia, con los demócratas dignos, con el pueblo español y con mi trabajo material y espiritual.
La guerra de España ha dejado de ser una guerra civil para convertirse una guerra de independencia.

Hablaba el mismo que había organizado el Festival de la poesía cubana y la antología La poesía cubana en 1936, aquel que en su conferencia «El trabajo gustoso» abogara por el «comunismo poético»:
«El comunismo ideal, el ‘comunismo poético’, que es el que yo pienso y sueño, sería aquel en que todos, iguales en principio, trabajásemos en nuestra vida, con nuestra vida y por nuestra vida, por deber conciente, cada uno en su vocación, ‘en lo que le gustara’, y, entiéndase bien, con el ritmo conveniente y necesario a este gusto. (...) Trabajar a gusto es armonía física y moral, es poesía libre, es paz ambiente. Fusión, armonía, unidad, poesía: resumen de la paz. La vida debe ser común y lo común altificado por el trabajo poético. El gusto por el trabajo propio trae el respeto, gustoso también, por el gustoso trabajo ajeno».
Es esa grandeza espiritual de Juan Ramón la que lo hace descubrir y aquilatar a José Martí en una página memorable: «Quijote cubano, compendia lo espiritual eterno, y lo ideal español. (...) Héroe más que ninguno de la vida y la muerte ya que defendía ‘esquisitamente’, con su vida superior de poeta que se inmolaba, su tierra, su mujer y su pueblo. La bala que lo mató era para él, quién lo duda y ‘por eso’»

Cuentan que asistía siempre a las reuniones de los emigrados en defensa de la República y que, aunque nunca levantaba su voz en ellas, jamás faltaba ni les restaba su adhesión. A la vez, con vocación de misionero, entregaba lo mejor de las esencias españolas, en sus diarios, en sus conferencias, en las revistas en que iba volcando la exuberancia de su voluntad poética. Cuba le debe el aliento que diera a Lezama y a Cintio Vitier para lo que sería la era de Orígenes. Juan Ramón no era hombre de tribunas, pero tenía un altísimo sentido de la responsabilidad intelectual y en esa poesía que siempre hay la tentación de llamar «pura» están la libertad y la vida de quien no se contenta con menos que la verdad y la belleza limpias, como nos dice en su «Paraíso»: «Y en la frontera de las dos verdades,/ exaltando su última verdad,/ el chopo de oro contra el pino verde,/ síntesis del destino fiel, nos dice/ que más bello que ser es haber sido»
Deploró en algún momento el escritor el que la Guerra hubiera puesto de moda, en la publicaciones de uno y otro bando «cierta poesía geográfica, arcaizante, casticista, de tópico nacional y por lo tanto falsamente nacionalista» frente a esa superficialidad vino a recordamos «que no somos hijos de la tierra sólo sino del universo, que nuestra ansia de poetas es de nuestro verdadero centro, de nuestra completa integración, de nuestra metamorfoseada conciencia, de nuestra secreta vida inmortal»
Por estas rutas llega el poeta a su propia mística, a la audacia de descubrir al fondo de su escritura a un Dios diferente, justo el contrario de aquel que decían honrar en el Valle de los Caídos, transparente como aquella agua revolucionaria que reclamaba el lugar de la naturaleza en aquella sierra herida:
Eres la gracia libre,
la gloria del gustar, la eterna simpatía,
el gozo del temblor, la luminaria
del clariver, el fondo del amor,
el horizonte que no quita nada;
la trasparencia, dios, la trasparencia,
el uno al fin, dios ahora  en lo uno mío,
en el mundo que yo por ti y para ti he creado.
Imposible hacer de Juan Ramón un adalid guerrero o un santito. Sus contemporáneos conocieron sus hosquedades, su lengua afilada, lista para replicar con creces a cualquier cominería, agudo y a veces un poco cruel, como un personaje del Greco, pero dueño de una hombría a prueba de todo: de pérdidas, de soledades, de olvidos. Aceptó sin una queja la pérdida de los manuscritos y las obras de arte que coleccionara en su apartamento de Madrid, tanto como el que sus ojos no volvieran a contemplar el cielo de Moguer, su ética terquedad lo libró de cualquier capitulación: cuando le otorgaron el Nobel no vio en ello una oportunidad para congraciarse con la España oficialista, más aún, dejó despavoridos a los diplomáticos cuando declaró que antes que él debía haberlo recibido Federico y Miguel Hernández. Murió en un hospital de Puerto Rico, contemplando una pared blanca, él que era dueño de horizontes inmensos. No hacía mucho había escrito:
La cruz del sur me está velando
en mi inocencia última,
en mi volver al niñodios que yo fui un día
en mi Moguer de España.
y abajo, muy debajo de mí, en tierra subidísima,
que llega a mi exactísimo ahondar,
una madre callada de boca me sustenta,
como me sustentó en su falda viva,
cuando yo remontaba mis cometas blancas;
y siente ya conmigo todas las estrellas
de la redonda, plena eternidad nocturna.
Guerreros así no pueden ser derrotados.
 Ni siquiera por la mole propagandística del Valle de los Caídos, que fue fruto no sólo de una religión burdamente manipulada, sino también de una política cultural forjada con la obsesión de Felipe II: poner juntos el trono, el altar, la biblioteca y el pudridero.
 Cuando hirieron la sierra castellana fue para alzar otro Escorial, aún más anacrónico, en cuyo frontis debieron escribir la tremenda pregunta que hace Dios a Caín en el Génesis: «¿Dónde está tu hermano?»
Aquella mañana de otoño, salí de aquel lugar lleno de angustia, el frío castellano me punzaba sin miramientos, recordé entonces las palabras de José Martí:
«Las instituciones viejas acaparan las armaduras oxidadas de los museos reales, las carrozas carcomidas de Juana la Loca y Carlos II, las estatuas de piedra de los monarcas góticos, los atriles gigantescos que sustentan en bordado espaldar de bronce misales corpulentos, en cuyas páginas de rugoso pergamino dibujaron letras negras y rojas los monjes demacrados y sombríos de Zurbarán y Ribera; y con todas esas históricas riquezas alzan barricada a la cohorte batalladora de la época».
Sí, diría yo, más de un siglo después: los mendigos seguimos peleando por España, la de Juan Ramón y Vallejo, en Madrid, en Bagdad, aquí en Venezuela, con la misma furia de esa gota que horadaba la piedra y hasta las últimas consecuencias.
* Poeta.
 Sociólogo.
 Doctor en Arte.
 Miembro correspondiente de la Academia Cubana de la Lengua.

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