Las reformas introducidas a la Carta Orgánica del Estado tienen, en sí, una importancia secundaria y son, por lo demás, un secreto para iniciados. Un taxista de Madrid me confesó: «No sé, no sé; no sé si me van a aumentar o a rebajar la paga». En cambio, un sereno de San Sebastián al que tuvimos que llamar, como es costumbre, batiendo palmas, para que nos abriera la puerta de entrada a la pensión, estaba, él sí, seguro: «¿La votación? De maravillas. Todo el mundo votó, y los que no podían votar porque no tenían la edad, daban gracias de todos modos, los hubiera usted visto, salieron en la tele. ¿Eh? Pues claro que voté por si. ¿Y qué es esta Constitución? Pues hombre: es para aumentar los salarios. Los aumentan un 50 %. Los precios no: eso ya lo habían prometido de antes». Un conscripto de Pontevedra, ocasional compañero de viaje en el ferrocarril, nos dio así su opinión: «Todos votaron por sí porque, ¿qué se ganaba con votar por no? Uno solo no puede hacer nada. Si todos votaran por no sería otro cantar, pero entonces habría una revolución, imagínate. El 14 nos llevaron al cuartel y el tío aquel nos dio a cada uno su papeleta con el sí ya escrito, nos pusieron en fila y a votar. ¿Qué le pasará al Caudillo, qué crees? Está viejo, ¿eh? Yo lo vi bien porque le hicimos la guardia en San Sebastián. Ahora, con la Constitución ésta, tiene a uno nombrado para cuando se muera». Intervino entonces, para corregirlo, un viejo con aspecto de obrero: «No no, qué va, no es que tenga de otro nombrado, que son tres, ahora, uno de ejército, el hijo del Rey y el otro es el Caudillo mismo. Porque así se evita que cualquiera de ellos se levante contra los otros, ¿me entiendes?». El soldadito insistía en que las cosas eran como él había dicho. El tren estaba por llegar a Bilbao. Fue entonces cuando un borracho que había subido en una de las últimas estaciones y que seguramente se había equivocado de tren porque decía que se iba para Francia, dejó de decir que se iba para Francia para advertir, con voz insólitamente clara: «Por suerte, pasado mañana nace Dios». Era el 20 de diciembre: también de fecha se había equivocado. No le pregunté en qué consistía la nueva Constitución.
siete
Hay un fatalismo español. No me resultó difícil darme cuenta de que aquel camarero de un café de Valencia no estaba conforme con su situación personal ni, por extensión, con la de su país. Hay muchos españoles para los cuales la dictadura ha llegado a ser una costumbre, en todo caso un mal necesario: se acepta a Franco como al frío en el invierno, como las mujeres educadas para la sumisión aceptan maridos que las maltratan, «porque es el Destino, la Cruz de cada cual, la voluntad de Dios».
Pero hay también una rebeldía española, una furia legendaria que está todavía viva en esta sociedad desangrada por la tragedia.
Es la rebeldía que el plebiscito no muestra, la de los hombres que dicen no, en castellano:
«No, yo digo no, digamos no, nosotros no somos de ese mundo»,
o en catalán:
«No, jo dic no, diguem no.Nosaltres no som d'eixe món».
Es la rebeldía de las huelgas de Asturias y las manifestaciones estudiantiles, la crispación y la protesta de la nueva España peleadora que canta por la boca del valenciano Raimón: la que no reniega de su forma de piel de toro, la que tendrá la palabra, de nuestra generación en adelante, las manos ya no atadas por la memoria.
Eduardo Galeano
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