8/6/20

" Un racismo estructural, muchas veces invisibilizado". Lorena Bermejo.

“El racismo no reconoce la igualdad de un otro,
 lo subalterniza y subalterniza sus conocimientos,
 sus tradiciones y su cultura”
Anny Ocoró Loango


El asesinato de George Floyd en manos de un grupo de efectivos policiales de los Estados Unidos desencadenó cientos de manifestaciones en el mundo en reclamo por el racismo y el accionar brutal de la policía. Los carteles con la inscripción “Black Lives Matters” y la frase “I can’t breathe”, la última que pronunció Floyd, se multiplicaron en el universo global de las redes sociales. La Argentina no quedó fuera de los repudios.
 Pero aquí, también, referentes de las comunidades afro, los pueblos indígenas y los migrantes advierten que el racismo no solo es una cuestión de los Estados Unidos. Hay un “racismo estructural” en el país que está naturalizado y que justifica la violencia en forma cotidiana, señalan.
La persecución policial a los senegaleses en la ciudad de Buenos Aires es una de sus expresiones más cercanas y visibles.
 El crimen del joven mapuche Rafael Nahuel es otro ejemplo extremo.
 El reciente episodio de brutalidad policial en el Chaco o la muerte de Luis Espinoza en Tucumán son otros ejemplos.
 Además de la indignación hacia afuera, esas comunidades y colectivos llaman a reflexionar “hacia adentro” y pensar cómo transformar el racismo que opera en la sociedad argentina.
Anny Ocoró Loango, investigadora en Ciencias Sociales de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), afirma en el libro “Afrodescendencias y contrahegemonías”, que “el racismo no reconoce la igualdad de un otro, lo subalterniza y subalterniza sus conocimientos, sus tradiciones y su cultura”. Las caras pintadas con corcho quemado en los actos patrios de las escuelas, los términos cómo “quilombo” o “mambo” utilizados de forma peyorativa, son algunos de los racismos simbólicos, cotidianos. 
“Pero también existen las acciones más explícitas, como la violencia que sufren los compañeros senegaleses cuando la Policía los detiene y les quita sin razón la mercadería, y la forma en que la sociedad avala estos hechos”, explicó Alvarez.
 Una imagen de 2019 muestra cómo dos policías empujan contra el suelo a un hombre senegalés mientras una mancha de sangre se expande a su alrededor.
 Otra, un video registra cómo dos efectivos de la Policía de la Ciudad le quitan violentamente la mercadería a un vendedor afrodescendiente de la vía pública. ¿Por qué estas imágenes no generan la misma indignación que el video del policía estadounidense dejando sin aire a George Floyd?
Según la última investigación que realizó el tema el Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (Inadi), el 60% de las personas encuestadas opinó que en el país existe discriminación contra las personas afrodescendientes y contra los pueblos indígenas.
 Sin embargo, de las personas que manifestaron haber experimentado alguna situación de discriminación, solo el 35% afirmó que se trató de un hecho racista.
 “Desde la burla y la invisibilización, hasta la represión policial, el racismo adopta distintas formas en la Argentina, donde lo bárbaro y lo marginal siempre es lo negro y lo indígena”, señaló en diálogo con PáginaI12 Carlos Nazareno Álvarez, director nacional de Pluralismo e Interculturalidad de la Secretaría de Derechos Humanos y referente de la Agrupación Xangó.
“El racismo que sufrimos es estructural, un racismo que está enquistado dentro de todas las instituciones”, afirma Sandra Chagas, integrante del Movimiento Afrocultural, activista lésbica y parte del Grupo Matambas, de mujeres negras y afrodescendientes.
 En 2014, la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) estableció el “decenio para los afrodescendientes”, que se prolonga hasta 2024. Pero a pesar de los nombramientos, la violencia sigue reproduciéndose en todo el continente. “Debería ser una época de reconocimiento de nuestros derechos humanos, sin embargo las cárceles están habitadas en su mayoría por personas indígenas o afrodescendientes”, señaló Chagas, a partir de su experiencia al trabajar en distintos penales con personas trans.
 “La política de criminalización de nuestra existencia es una de las formas de racismo que sufrimos”, agrega Moira Millán, escritora y referente mapuche.
La represión de las fuerzas de seguridad hacia los pueblos indígenas y la venta de terrenos donde viven familias o comunidades enteras no son historias de fines del siglo XIX sino parte de la cotidianidad de los pueblos en todo el país.
“El racismo es la expresión simbólica del genocidio, lo que habilita que la violencia se siga permitiendo”, afirma Diana Lenton, antropóloga, docente de la Universidad de Buenos Aires (UBA) e investigadora en Conicet, y agrega que “lo que hay que cambiar para combatir el racismo es lo que tenemos en nuestro pensamiento”.
 El entramado simbólico del racismo no es asunto menor: según señala Yuderkys Espinosa, investigadora y filósofa afrodominicana, en su artículo “El feminismo descolonial como epistemología contra-hegemónica”, la forma de desandar el racismo establecido con la colonización de todo el territorio americano es “producir y visibilizar de forma amplia nuestra propia interpretación del mundo, como tarea prioritaria para los procesos de descolonización”.
“El problema es que los mismos vecinos que hoy aplauden la rebelión en Estados Unidos, ayer felicitaban al gobierno porteño por liberar las veredas del Once”, señala Lenton, en referencia al desalojo de los trabajadores –en su mayoría migrantes latinoamericanos y africanos– de la vía pública de la Ciudad de Buenos Aires,
 y explicó “hay un racismo mucho más profundo de lo que se cree, que se manifiesta en distintos niveles, desde la violencia física hasta las barreras para acceder a la salud, a la educación, y la forma de invisibilizar a ciertos grupos sociales en los discursos públicos”. Más concretamente, Álvarez sostiene que “somos pobres porque somos negros, porque el país se construyó a partir de esa base racista”.

Acá tampoco se puede respirar

El caso de George Floyd no fue muy distinto al de José Delfín Acosta Martínez, detenido por la Policía en 1996 y muerto bajo custodia policial, ni al de Massar Ba, uno de los principales referentes de la comunidad senegalesa, históricamente perseguida por la Policía de la Ciudad de Buenos Aires, que fue asesinado en 2016 a metros de su casa en San Telmo. En marzo de este año, el caso de Acosta Martínez llegó a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) durante las audiencias que se llevaron a cabo en Costa Rica, y el Estado argentino admitió la culpabilidad. En julio o agosto se espera una sentencia sobre el caso.
 “Es importante que el Estado reconozca los casos de violencia institucional”, señala Carlos Álvarez, y explica: “No solo para reflexionar en nuestras prácticas racistas sino para que efectivamente se pueda modificar la situación, la negación de la presencia negra en el país”.
Para Massar Ba, quien luchaba por los derechos de los y las migrantes africanos en la Ciudad de Buenos Aires, todavía no hay justicia.
 Mientras tanto, cientos de trabajadores de la vía pública en el barrio de Once y en Floresta se enfrentan a las represalias de la Policía de la Ciudad.
 “Los mismos agentes estatales saben en qué casos pueden actuar violentamente sin recibir represalias, porque el mismo Estado toleró abusos contra ciertas poblaciones que no tolera en otras”, explica la antropóloga Diana Lenton.
Recién en 2010 el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (Indec) incluyó en el censo nacional la pregunta: “¿Usted o alguna persona de este hogar es afrodescendiente o tiene antepasados de origen afrodescendiente o africano (padre, madre, abuelos/as, bisabuelos)?”. Como afirma Ocoró Loango, la nación “encaminada hacia el progreso y el desarrollo, surgía enfatizando la temprana desaparición de la población negra (sumado al aniquilamiento de indígenas) para sellar los cimientos de la hegemónica blanquedad argentina”.
“La negritud se penaliza también en los barrios, en las villas, donde de vive una doble discriminación, por ser pobre y por ser afrodescendiente”, señala Álvarez, y remarca que “se trata de un racismo estructural que se gestó en la esclavitud y luego en el colonialismo, siempre la población negra encargada de los peores trabajos”. 
Para que realmente las vidas negras importen, afirma Álvarez, “tenemos que salir de los lugares comunes, el culturalismo, la migración, la criminalización, para hablar de economía, de derecho, de política. Si nuestras voces no suenan donde se construye el poder, no estamos combatiendo el racismo”.
Lorena Bermejo.
Fuente: Página/12

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