"Uno de los amigos de Federico y Rafael era el joven poeta Miguel Hernández.
Yo lo conocí cuando llegaba de alpargatas y pantalón campesino de pana desde sus tierras de Orihuela, en donde había sido pastor de cabras.
Yo publiqué sus versos en mi revista Caballo Verde y me entusiasmaba el destello y el brío de su abundante poesía.
Miguel era tan campesino que llevaba un aura de tierra en torno a él.
Tenía una cara de terrón o de papa que se saca de entre las raíces y que conserva frescura subterránea. Vivía y escribía en mi casa.
Mi poesía americana,
con otros horizontes y llanuras, lo impresionó y lo fue cambiando.
Me contaba cuentos terrestres de animales y pájaros. Era ese escritor salido de la naturaleza como una piedra intacta, con virginidad selvática y arrolladora fuerza vital. Me narraba cuan impresionante era poner los oídos sobre el vientre de las cabras dormidas. Así se escuchaba el ruido de la leche que llegaba a las ubres, el rumor secreto que nadie ha podido escuchar sino uel poeta de cabras.
Otras veces me hablaba del canto de los ruiseñores.
El Levante español, de donde provenía, estaba cargado de naranjos en flor y de ruiseñores.
Como en mi país no existe ese pájaro, ese sublime cantor, Miguel quería darme la más viva expresión plástica de su poderío. Se encaramaba a un árbol de la calle y, desde las más altas ramas, silbaba o trinaba como sus amados pájaros natales.
Como no tenía de qué vivir le busqué un trabajo. Era duro encontrar trabajo para un poeta en España.
Por fin un vizconde, alto funcionario del Ministerio de Relaciones, se interesó por el caso y me respondió que sí, que estaba de acuerdo, que había leído los versos de Miguel, que lo admiraba, y que éste indicara qué puesto deseaba para extenderle el nombramiento.
Alborozado dije al poeta:
—Miguel Hernández, al fin tienes un destino. El vizconde te coloca.Tendrás un empleo.. Dime qué trabajo deseas ejecutar para que decreten tu nombramiento.
Miguel se quedó pensativo.
Su cara de grandes arrugas prematuras se cubrió con un velo de cavilaciones.
Pasaron las horas y sólo por la tarde me contestó.
Con ojos brillantes del que ha encontrado la solución de su vida, me dijo:
—¿No podría el vizconde encomendarme un rebaño de cabras por aquí cerca de Madrid?"
Fuente : " Memorias- Confieso que he vivido"
PABLO NERUDA.
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