Por Diego Szlechter
La creencia en que el mero “esfuerzo personal” era lo que distinguía a “ganadores” de “perdedores” se desmorona cuando la clave radica en la correlación de fuerzas. La negociación colectiva vino a desnudar las falacias de la meritocracia.
La creación de universidades enclavadas en los mismos lugares donde se reproducía persistentemente la pobreza viene a atacar por otro flanco la brecha material; en los últimos años estamos siendo testigos de la disminución de la brecha simbólica. Las cacerolas se erigen como barómetro del descontento, de la desdicha por la pérdida de la distinción.
La construcción mitológica del ideario individual del progreso pretendía encubrir la máxima de Bourdieu “la herencia transformada en privilegio social”. Hoy el desafío no es sólo persistir con la reducción de la brecha salarial (que aún es alta en relación con varios países desarrollados) sino que la batalla se da en la tan mentada arena cultural; se trata de desterrar de una vez por todas ese acto de fe que es la meritocracia y la creencia en que por el mero esfuerzo personal se logra el éxito social. Por sólo citar un ejemplo, la alquimia presente en las evaluaciones de desempeño gerenciales es una fiel muestra que para ser considerado un trabajador de alta performance lo que más pesa son atributos que no se consiguen trabajando sino “perteneciendo”. La mejora en las condiciones de vida que les permitan a las grandes mayorías acceder a las mismas oportunidades que las clases acomodadas es la tarea pendiente.
* Investigador de la Universidad Nacional de General Sarmiento y del Conicet.
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