Rescatar la memoria.

Rescatar la memoria.

16/8/18

" Defensa de la honestidad en el país de los corruptos." Cuento. Italo Calvino

Había un país gobernado al margen de la ley. No es que faltaran leyes, ni que el sistema político no estuviese basado en principios que todos, más o menos, compartieran. Se trataba de que este sistema, articulado en torno a muchos centros de poder, necesitaba de medios financieros desmesurados (los necesitaba porque cuando uno se acostumbra a manejar mucho dinero pierde la capacidad de pensar la vida de otra manera) y estos medios se podían adquirir solo ilícitamente reclamándolos a quienes los tenían y a cambio de favores ilícitos. 
Es decir, quien podía dar dinero a cambio de favores del tipo, ya había hecho ese dinero mediante favores anteriores; de lo que resultaba un sistema económico de alguna manera vicioso pero no privado de armonía.
En el financiarse ilícitamente no afloraba ningún sentimiento de culpa en cada centro de poder, porque por la propia moralidad interna lo que era hecho en interés del grupo era lícito; y de esta manera, bien visto: en cuanto cada grupo identificaba el propio poder con el bien común; la ilegalidad formal por lo tanto no excluía una superioridad legal sustantiva. Es verdad que en cada transacción ilícita a favor de entidades colectivas es normal que una parte quede en manos de personas particulares, como recompensa por las inestimables prestaciones al procurar medios: de ahí lo ilícito, que por la moralidad interna del grupo era lícito, incorporaba un resto de ilícito incluso en esa moralidad.
Y para mirar bien lo privado individual que confluía con lo colectivo, bastaba hacer actuar el propio beneficio en pos del beneficio colectivo, y de esta manera convencerse sin hipocresías de que la propia conducta no solo era lícita sino además bien vista. Al mismo tiempo el país tenía igualmente un enorme presupuesto oficial alimentado de los impuestos sobre cada actividad lícita, y financiaba lícitamente a todos aquellos que lícitamente o no lograban hacerse financiar. Y porque en ese país nadie estaba dispuesto, no decimos a arruinarse pero ni mucho menos a poner de lo propio (y no se sabe en nombre de qué se habría podido pretender que alguno lo hiciera), las finanzas públicas servían también para integrar lícitamente en nombre del bien común las pérdidas de las actividades que, siempre en nombre del bien común, se hacían por vía ilícita.
La recaudación de impuestos que en otras épocas y civilizaciones podía ambicionar orientarse al deber cívico, regresaba de esta manera aquí a su pura sustancia de acto  de fuerza (así como en algunas ciudades a los impuestos del Estado se añaden los de organizaciones gangsteriles o mafiosas), acto de fuerza que el contribuyente toleraba para evitar males mayores mostrando así el alivio de la conciencia al lado de una desagradable sensación de complicidad pasiva con la mala administración de la cosa pública y con el privilegio de las actividades ilícitas, normalmente exentas de impuestos.
De tanto en tanto y cuando menos se lo esperaba, un tribunal decidía aplicar las leyes, provocando pequeños terremotos en algunos centros de poder e incluso arrestos de personas que habían tenido hasta entonces sus razones para considerarse impunes. En estos casos, el sentimiento mayoritario, tanto como la satisfacción por la revancha de la justicia, era la sospecha de que se tratase de un arreglo de cuentas entre centros de poder. Por lo que era difícil dirimir entre si las leyes se usaban sólo como armas tácticas o estratégicas en las batallas intestinas entre intereses ilícitos, o si los tribunales para legitimar sus funciones institucionales tenían que acreditar la idea de que también ellos pertenecían a centros de poder y de intereses ilícitos como todos los demás.
Por supuesto que una situación de este tipo era propicia a las delitos de tipo tradicional, que como secuestros de personas y desvalijamientos de bancos (y tantas otras actividades más modestas como el robo en motocicleta) se insertaban como elementos de imprevisibilidad en el mercado financiero, haciendo desviar el flujo de dinero por caminos subterráneos de los que antes o después emergía de mil maneras inesperadas como finanzas lícitas o ilícitas.
Opuestas al sistema ganaban espacio las organizaciones terroristas que, usando aquellos mismos métodos de financiamiento de tradición fuera-de-la-ley, y con una buena dosificación del goteo de crímenes en todas las categorías de ciudadanos, ilustres o no, se mostraban como la única alternativa global al sistema. Pero su efecto real reforzaba el sistema hasta el punto de ser indispensables, confirmando el convencimiento de que era el mejor sistema posible y de que no se debía cambiar nada. De esta manera todas las formas de lo ilícito, desde las más astutas a las más feroces, se saldaban en un sistema que tenía su estabilidad, solidez y coherencia y en el que muchas personas podían encontrar una ventaja práctica sin perder el beneficio moral de sentirse bien consigo mismo.
 Los habitantes de ese país habrían así podido sentirse del todo felices si no hubiera sido por un creciente número de ciudadanos a los que no se sabía categorizar: los honestos. No por alguna razón especial (no podían proclamarse seguidores de altos principios, ni patrióticos ni sociales ni religiosos, puesto que no los había), sino por hábito mental, condicionamiento del carácter, tic nervioso. En suma, no podían manejarlos al ser así, si las cosas que estaban en su corazón no eran tasables en dinero, si su cabeza funcionaba siempre en relación a aquellos mecanismos que coligan la riqueza con el trabajo, la estima con el mérito, la satisfacción propia a la satisfacción de los demás.
En ese país de personas siempre a gusto con su conciencia, los honestos eran los únicos con escrúpulos que se preguntaban en cada momento qué debían haber hecho.
 Sabían que ser morales con los demás, indignarse, predicar la virtud son cosas que encuentran demasiado fácilmente la aprobación mayoritaria, de buena o mala fe.
 El poder no lo encontraban demasiado interesante para considerarlo en sí mismo (al menos aquel poder que interesaba a los demás); no se hacían ilusiones de que en otros países no hubiesen los mismos vicios, aunque estuviesen mejor tapados; no creían en una sociedad mejor porque sabían que lo peor siempre es más probable.
 ¿Debían resignarse a desaparecer? No, su consuelo era pensar que así como en todas las sociedades durante milenios se había perpetuado una contra-sociedad de malandrines, rateros, ladronzuelos, estafadores, una contra-sociedad que nunca tuvo la pretensión de integrarse sino solo de sobrevivir en los pliegues de la sociedad dominante y afirmar su modo de vivir a despecho de los principios consagrados, y por esto habían dado de sí mismos (al menos visto desde la distancia) una imagen libre y vital, del mismo modo la contra-sociedad de los honestos podría sobrevivir durante siglos en los márgenes de lo corriente sin otras pretensiones que vivir la propia diferencia, sentirse distintos de todos los demás, significando así algo esencial para todos, por ser imagen de algo que las palabras no pueden expresar, de algo que todavía no ha sido dicho y que no sabemos qué es.
Italo Calvino

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